Lecturas en bondi

Ganarle a la arena

dados del juego rapigrama formando la palabra ayudar

¿Qué hace eterno al desierto para el que lo transita? ¿Su extensión? ¿El infinito que encierra sus minúsculos granos que escapan a la vista, a la numeración y hasta a nuestra mano cuando intentamos dominarlos apretando un puñado?  

De chico pensaba que la eternidad de los desiertos era un efecto mágico más de todos los que poseía la arena. Tenía numerosas pruebas de sus poderes. Después de todo, si con solo ponerla dentro de un vidrio con forma de dos cucuruchos se podía formar un reloj y crear tiempo, ¿cómo podía no ser mágica?  

Había algo en su poder capaz de alterar los nervios, bastaba con ver la cara de mi tío cada vez que jugábamos al rapigrama. Alternaba sus ojos entre el reloj de arena y los dados con letras en un círculo vicioso. Cada vez que sus ojos pasaban por el relojito, su cara se teñía más y más de color rojo y a las palabras que intentaba formar les costaba cada vez más nacer.  

Ni hablar de la infalible habilidad de meterse en el auto de papá, por más que nos obligara a sacudirnos antes de subir. Al bajarnos, invariablemente de las precauciones tomadas, siempre encontrábamos esas pequeñas dunas en los asientos que lograban sabotear la cara de alegría de papá.  

A cuarenta, cuarenta y siete o sesenta y dos (ya no lo recuerdo) días de encierro, creo que di con la respuesta de como la arena eterniza los desiertos.  

Mi pequeño yo del pasado dio el puntapié inicial. Si bien la magia no está en el elemento per se, está en su esencia: fracciones minúsculas, indomables, escurridizas y prácticamente iguales con ínfimas variaciones.  

Y acá es donde entra mi yo actual atrapado por la confusa sensación de que recién ayer comenzó la cuarentena, pese a ser la quinta decena de días, y sin embargo el día presente se arrastra en una eternidad inexplicable. Si tuviera que compararla, diría que es una sensación que ya experimenté una vez, es la misma desesperación infinita que viví al perderme en las dunas de la Lucila a los siete años.  

La esencia de esa arena que me quemaba los pies, ahora transmutó a mi departamento y me persigue a lo largo de mi día. Intento avanzar caminando desde la cocina al baño, tal como caminaba por esas dunas, sin llegar a ningún lado. Busco una sensación distinta, con la misma ingenuidad de querer encontrar alguna diferencia en el color de los granos de arena de ese sendero errante. Y no importa cuánto intente innovar mi camino o si me detengo una, dos o mil veces a mirar por la ventana o dentro de la heladera. La estática de mis paredes se mete en mi rutina como la arena en el auto de papá y es en vano todo lo que haga, nada logra evitar que la llanura de la rutina se cuele aumentando el peso de cada día hasta hacerlo sentir como una semana y las semanas como meses.  

Días atrás, mientras me hundía en las arenas movedizas de la rutina, recordé el desenlace de mi expedición al Sahara de la Lucila. Estaba por dejarme morir al sol cuando recordé esta sabia frase de mamá “no estamos solos” y grité con todas mis fuerzas: MAMÁAAA. Quizá para reír reviviendo ese episodio, quizá por desesperación real, volví a enunciar el grito que aquella vez la trajo mágicamente hasta mí. Al instante el teléfono sonó y me confirmó las eternas sospechas de que mamá es bruja. 

Pese a las distancias, y a la edad, me recordó que me abrigara, que me alimentara bien y todos los menesteres. Después de eso empezó la charla real y me hizo reír contándome que papá insistía en encender el auto todos los días, a pesar de no poder usarlo, y rememoramos su eterna rivalidad con la arena y las alfombras. Seguimos y seguimos y cuando corte, ya no recordaba de que iba todo este asunto de la arena, pero si sabía que tenía una sonrisa en la cara, el humor jocoso de Alicia, y ganas de comer buñuelos. Al cortar sentí un calor en la espalda. Me gusta imaginar que fue un abrazo a la distancia. 

En la charla, como no podía faltar, hablamos del tío y me vino una urgencia de saber que palabra imposible estaba queriendo formar aquel verano, esa que llevaba una Z y una X. Decidí llamarlo y averiguarlo. 

No sé si lo averigüé, pero el llamado logró traerme a mi tío más cerca de lo que recordaba. Al hablarnos, sentí que a nuestro alrededor se forma ese oasis de alegría que dejaba todo lo demás de lado. Mientras duro esa llamada, logramos abolir el tiempo: fuimos al pasado, presente y futuro en uno ir y venir tan incoherente que ni el mejor detective nos podría haber rastreado. 

De este desierto por ahora no podemos escapar, pero que bien que nos sienta encontrar el oasis de un llamado y cuanto más ser el oasis de quien lo necesite. Repito las palabras de mamá Alicia: No estamos solos. 


Para escuchar el texto:


Este texto fue mi colaboración para una iniciativa La Mesa de Trabajo de Personas Mayores de la Universidad Nacional de La Plata. La idea fue poder compartir el sentir de las vivencias que nos atravesaron en el contexto de la pandemia de COVID-19.

Pueden pasar y leer las colaboraciones de otros autores en el sitio web de La Mesa de Trabajo de Personas Mayores de la Universidad Nacional de La Plata. No tienen desperdicio.

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